sábado, 18 de agosto de 2012

BERNARDO O'HIGGINS RIQUELME (1810) (Pablo Neruda, chileno)

O´HIGGINS, para celebrarte




a media luz hay que alumbrar la sala.




A media luz del sur en otoño




con temblor infinito de álamos.





Eres Chile, entre patriarca y huaso,




eres un poncho de provincia, un niño




que no sabe su nombre todavía,




un niño férreo y tímido en la escuela,




un jovencito triste de provincia.




En Santiago te sientes mal, te miran




el trajé negro que te queda largo,




y al cruzarte la banda, la bandera




de la patria que nos hiciste,




tenía olor de yuyo matutino




para tu pecho de estatua campestre.





Joven, tu profesor Invierno




te acostumbró a la lluvia



y en la Universidad de las calles de Londres,




la niebla y la pobreza te otorgaron sus títulos




y un elegante pobre, errante incendio




de nuestra libertad,




te dio consejos de águila prudente




y te embarcó en la Historia.






"Cómo se llama usted?", reían




los "caballeros" de Santiago:




hijo de amor, de una noche de invierno,




tu condición de abandonado




te construyó con argamasa agreste,




con seriedad de casa o de madera




trabajada en su Sur, definitiva.




Todo lo cambia el tiempo, todo menos




tu rostro.








Eres, O'Higgins, reloj invariable




con una sola hora en tu cándida esfera:




la hora de Chile, el único minuto




que permanece en el horario rojo




de la dignidad combatiente.








Así estarás igual entre los muebles




de palisandro y las hijas de Santiago,




que rodeado en Rancagua por la muerte y




la pólvora.








Eres el mismo sólido retrato




de quien no tiene padre sino patria,




de quien no tiene novia sino aquella




tierra con azahares




que te conquistará la artillería.






Te veo en el Perú escribiendo cartas.




No hay desterrado igual, mayor exilio.




Es toda la provincia desterrada.








Chile se iluminó como un salón




cuando no estabas. En derroche,




un rigodón de ricos substituye




tu disciplina de soldado ascético,




y la patria ganada por tu sangre




sin ti fue gobernada como un baile




que mira el pueblo hambriento desde fuera.








Ya no podías entrar en la fiesta




con sudor, sangre y polvo de Rancagua.




Hubiera sido de mal tono




para los caballeros capitales.




Hubiera entrado contigo el camino,




un olor de sudor y de caballos,




el olor de la patria en primavera.








No podías estar en este baile.




Tu fiesta fue un castillo de explosiones.




Tu baile desgreñado es la contienda.




Tu fin de fiesta fue la sacudida




de la derrota, el porvenir aciago




hacia Mendoza, con la patria en brazos.








Ahora mira en el mapa hacia abajo,




hacia el delgado cinturón de Chile




y coloca en la nieve soldaditos,




jóvenes pensativos en la arena,




zapadores que brillan y se apagan.








Cierra los ojos, duerme, sueña un poco,




tu único sueño, el único que vuelve




hacia tu corazón: una bandera




de tres colores en el Sur, cayendo




la lluvia, el sol rural sobre tu tierra,




los disparos del pueblo en rebeldía




y dos o tres palabras tuyas cuando




fueran estrictamente necesarias.




Si sueñas, hoy tu sueño está cumplido.




Suéñalo, por lo menos, en la tumba.




No sepas nada más porque, como antes,




después de las batallas victoriosas,




bailan los señoritos en palacio




y el mismo rostro hambriento




mira desde la sombra de las calles.








Pero hemos heredado tu firmeza,




tu inalterable corazón callado,




tu indestructible posición paterna,




y tú, entre la avalancha cegadora




de húsares del pasado, entre los ágiles




uniformes azules y dorados,




estás hoy con nosotros, eres nuestro,




padre del pueblo, inmutable soldado.







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