Quiero que veas mi país.
Voy a poner postes de kilometraje con las fechas.
Voy a darte migas de pan y piedras blancas de Pulgarcito para que sigas los caminos, espantando las huella de los días que son las horas, volanderas de todo color, de toda forma. Blancas, largas, flexibles: garzas y cisnes; pesadas, feas; avestruces; pequeñas, livianas sin rumbo; vuelo de las horas y de los pájaros sobre el mundo.
Horas que vuelan una vez sobre las olas y caen en el hueco de todo lo pasado. Pequeñas aves de los minutos negros volando en cruz a picotear la primavera: golondrinas.
Te daré piedras preciosas de las grutas de Aladino. Tengo tantas en los ojos, en las manos; sobre el piso de mi cuarto está tendido el arcoiris. Pedrería multicolor de mis rutas. (Las gentes alargarían, ávidas, las manos sobre la huella).
Mejor, toma hitos en las honduras que han de florecer hoy día para tus ojos y que después han de hundirse como todo lo demás, en la obsesión de los naufragios.
Me faltan las líneas isotérmicas e isotópicas para que sigas por mis mundos. No podré guiarte a través de ellos. Pero tú vendrás a mí. Y entonces yo te llevaré.
Será como esas cajas de sorpresas que empiezan en una grande y encierran otras más pequeñas. Podrás ir abriéndome hasta hallarme, como un regalo de la Primavera, intacta, igual que el interior de la última caja: vacía.